Confesiones (3)

Retomo hoy el tema iniciado entregas atrás, sobre confidencias o comunicaciones al interior de los misioneros jesuitas. Esta vez, transcribo párrafos de una carta del 7 de julio de 1639, en que el P. Diego de Cueto contesta al P. Juan de Albízuri, historiador de la Compañía de Jesús. “Mándame su Reverencia, le ponga la […]

09/01/2016

Retomo hoy el tema iniciado entregas atrás, sobre confidencias o comunicaciones al interior de los misioneros jesuitas. Esta vez, transcribo párrafos de una carta del 7 de julio de 1639, en que el P. Diego de Cueto contesta al P. Juan de Albízuri, historiador de la Compañía de Jesús.

“Mándame su Reverencia, le ponga la historia que me pasó, cuando en 1606, estando yo en Otatitlán y el P. José de Lomas en Atotonilco,  fuimos a Tecuchiapa a ver al P. Santarén, quién padecía una enfermedad por más de un año y que ni él ni nadie conocía dicha enfermedad; aparte de que no podía comer ni dormir; y se fue consumiendo y enflaqueciendo”, sin poder montar a caballo para ir a curarse a Guadiana o a Guadalajara.

“Pedí licencia al P. Visitador P. Villafane (que estaba en Culiacán), para ir a verlo, pues nos estimábamos mucho… El P. Visitador aceptó, añadiendo que fuese luego, porque si me detenía, no le hallaría vivo. Salí de Otatitlán con este cuidado y llegué a Atotonilco donde encontré al P. José de Lomas, quién se ofreció a ir conmigo, y me dijo: hay dos caminos para Tecuchiapa, uno breve por la quebrada que llaman del diablo y otro largo por los pueblos; y diciéndole vámonos por el breve, añadió: le llaman la quebrada del diablo, porque andan ahí duendes, que espantan a los que ahí paran; y es forzoso pasar la noche ahí. Le dije: si ya sabemos que son duendes, ¿Qué nos han de hacer?: llevemos agua bendita y relicarios, y levantemos  muchas cruces donde dormiremos; se rió el Padre y dijo: vamos, que yo no les tengo miedo”.

“Salimos de Atotonilco al día siguiente; y habiendo llegado a la quebrada a la puesta del sol, a una angostura de peñas y sierra, por un lado y otro, con unos llanitos de pasto para los animales y para pasar la noche;  nos apeamos y de rodillas rezamos las Letanías y otras devociones; y levantamos cruces en todo el contorno. Echaron las bestias hacia arriba de la quebrada, por si alguna se volviera, la sintiésemos”.

“Habiendo pasado la noche bien, sin ruido ni espanto, al amanecer, el Padre dio voces, diciendo: traigan las mulas, que los duendes se retiraron por las cruces. Fueron por ellas, y aunque eran mozos entendidos, no hallaron ninguna, ni rastro de que hubieran subido; volvieron a buscar donde estábamos con admiración suya y nuestra, porque no podía haber bajado ninguna si no era sobre nosotros; unos arriba y otros abajo volvieron sin hallar ni rastro de ellas, creciendo  nuestra admiración; y más, cuando a las nueve o diez de la mañana, oímos mucho ruido de arreadores que venían gritando y silvando por lo alto de la sierra y tirando piedras. Y alzando allá los ojos, todos descubrimos nuestras mulas, que iban pasando por una ladera inaccesible, sin subida ni bajada; las vimos pasar, las conocimos y las contamos, sin saber por dónde habían subido o por dónde habrían de bajar. Tornamos a rezar la letanías y reconociendo la burla que nos habían hecho, el Padre y yo determinamos seguir a pié, apoyándonos en nuestros bastones y pasando descalzos los vados, dejando quién cuidara el equipaje, mientras enviábamos por el. Habiendo caminado más de una legua, nos alcanzó un mozo, diciendo que sin saber por dónde ni quién las había llevado, habían llegado juntas todas las mulas, sin faltar ninguna. Enviamos por las de montar; llegaron y nos dimos prisa a salir de la quebrada a donde llegó nuestra gente por la tarde, sin faltar nada; contentándose los duendes con la pesada burla de hacernos caminar a pié, y nada más”.

“Al día siguiente seguimos y llegamos a Tecuchiapa; un carpintero español, hacía compañía al P. Hernando, y nos guió a su jacal que le servía de sala, recámara, despensa y almacén. Entró a avisar al Padre, al que hallamos vestido y recostado en su cama, tan flaco que apenas pudo ponerse en pié para abrazarnos, y habiéndole saludado con mucha pena de verle tan acabado, dijo al carpintero que buscara quién barriera la casa, pues el Padre no tenía fiscal, ni  ayuda alguna; el carpintero, buscando en todo el pueblo, encontró dos mujeres indígenas, las presentó pidiendo licencia para que entraran. Mientras regaban y barrían, el P. Santarén prosiguió relatando su enfermedad; mientras comían, una de las mujeres tocó a la puerta insistiendo en hablar con el P. Hernando. El Padre se levantó y con dificultad llegó a la puerta: conversando un rato con las indígenas en su idioma, luego volvió con la indígena, y dijo a los Padres: esta mujer, me dice que el mal que tengo es hechizo, como ha pasado a otros en el pueblo; y viene a mostrármelo: fueron todos juntos, ayudaron al Padre a subir a la cama y luego a treparse a una silla para que alcanzara a bajar los olotes secos y los quemaron. La indígena se despidió del Padre diciéndole: ya estás bien Padre; ya no tienes qué temer. Sanó el Padre, comió y durmió”.


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