La palabra no volverá a mí vacía
“La palabra no volverá a mí vacía” (Is 55, 11). “Otra parte cayó en tierra buena y dio fruto” (Mt 13, 8). Tres son las realidades que aparecen en la parábola que hemos escuchado de labios de Jesús: el sembrador, la semilla y el terreno en que ésta cae; el sembrador es Dios, la semilla, […]
“La palabra no volverá a mí vacía” (Is 55, 11). “Otra parte cayó en tierra buena y dio fruto” (Mt 13, 8).
Tres son las realidades que aparecen en la parábola que hemos escuchado de labios de Jesús: el sembrador, la semilla y el terreno en que ésta cae; el sembrador es Dios, la semilla, su palabra, el terreno, el corazón del hombre. La explicación y aplicación la encontramos al final del pasaje. Todo es tan claro que bien podemos concluir con la advertencia que Él hacía otras veces: “quien tenga oídos para oír que oiga” (Lc 8,8). Y es que, una vez oída la explicación-comentario hecho por el mismo, Jesús ya no queda más que mirar cada uno hacia dentro de sí mismo y preguntarse: “¿Qué clase de tierra soy yo?” “¿A qué o a quién comparo mi propio corazón?” y actuar en consecuencia.
La tierra mala puede ser transformada en buena, lo mismo que los desiertos pueden ser convertidos en jardines o en campo de sembradío mediante el trabajo y la química moderna. La semilla que se ahoga entre espinas puede llegar a ser espiga eliminando aquéllas. Y si lograr este “milagro” nos parece tan costoso como convertir el desierto en un jardín, pensemos que contamos con la ayuda del Sembrador. Creamos en el poder de Dios; y luego manos a la obra.
Hermanas y hermanos, la parábola del sembrador nos ayuda a entender, en primer lugar que somos una tierra que necesita ser sembrada, ya que sin la semilla que nos viene de arriba, seríamos incapaces, nosotros solos, de dar frutos de salvación. De esta convicción, propia de la persona que tiene fe o que, al menos, tenga inquietud religiosa, debería nacer un deseo de apertura a Dios y a los hermanos. No somos autosuficientes; el Creador nos ha diseñado como un nudo de relaciones personales: lo necesitamos a Él y nos necesitamos unos a otros. Efectivamente, la necesidad de vivir con Él y con el prójimo, fue proclamada por Dios en la creación y subrayada en múltiples ocasiones por Jesús. Y es que, aunque Dios es el sembrador primero y más importante, ha querido que nosotros seamos mutuamente colaboradores en esa misma tarea.
“La palabra no volverá a mí vacía” (Is 55,11), dice el Señor por el profeta; doble responsabilidad para nosotros, los creyentes, como campos fecundos que produzcan abundante fruto y como colaboradores de Dios en otros campos. Y ahí está la llamada a la vigilancia para que el Maligno –los tres enemigos del hombre, el Demonio, el mundo y la carne– no roben la semilla de la palabra de Dios. Y ante estos tres enemigos que hoy tienen más cercanía y fuerza que la palabra de Dios se hace necesaria la vigilancia sobre el propio campo y sobre el ajeno que se nos ha encomendado. Pongamos un ejemplo: un niño es educado en la fe y la vive con gozo, y puede seguir haciéndolo en la adolescencia, pero luego entra en la Universidad o en el mundo del trabajo y, según en qué compañías caiga, acaba enfriándose su fe y se alejará de la Palabra. Alguien ha robado esa Palabra, o mejor, la propia persona se la ha dejado robar. Las causas o motivos vienen apuntados por Jesús en la parábola: los espinos que la ahogaron, la tierra que se ha endurecido, e que la agostó, los pájaros que se la comieron, el Maligno. El sentido común te descubrirá con toda certeza cuáles han sido las causas de la penosa situación en que puedas encontrarte.
La Palabra que hoy nos dirige Dios es, a la vez, don y responsabilidad, regalo y compromiso. La Palabra de por sí es eficaz, pero necesita que se cuide y se prepare el terreno. Ella no actúa milagrosamente; Dios respeta la libertad de la persona y cada uno debe poner de su parte una actitud de acogida y de asimilación. “Dios que te creó sin ti (es decir, sin tu colaboración), no te salvará sin ti), dice san Agustín (Serm. 160,13). Así como en los campos se colocan estratégicamente unos espantapájaros o aparatos para ahuyentar a las aves que pueden comerse la semilla, en nuestra vida deberíamos poner todos los medios para que las voces y los afanes de este mundo no hagan estéril la semilla de la Palabra de Dios que puede actuar en nosotros. Cada uno sabrá cuáles son los pájaros, las zarzas, el ardiente sol o las piedras que existen en nosotros e impiden u obstaculizan la fuerza salvadora y transformadora de la Palabra.
Por cierto que, al final de las parábolas, en el capítulo 13 del evangelio de san Mateo, Jesús formula a los Apóstoles esta pregunta: – ¿Habéis entendido todo esto? Ellos le responden: – Sí (Mt 13,51). ¡Ojalá que también nosotros podamos responder Sí, y que no sólo hemos oído con gusto la historia sino que hemos comprendido y aceptamos su intención y su interpretación para nuestra vida.
Entonces se cumplirá en nosotros otra tu bienaventuranza que Él añade hoy a su lista: Bienaventurados vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen (Mt 13, 16). Que el encuentro con el Señor en la Eucaristía de este Domingo fortalezca nuestra decisión de emplearnos a fondo en el cultivo de nuestro propio campo y también en sabernos colaboradores del Señor en la siembra de las pequeñas parcelas de su inmenso campo, para que así la semilla sembrada por Él produzca fruto abundante.
Héctor González Martínez
Arzobispo Emérito