Jesucristo (5)
Desde el comienzo de su vida pública, Jesús se rodeó de discípulos, que vivieron con Él y a los cuales formó de modo particular. Entre ellos escogió a doce y los formó, para enviarlos de misioneros a caminos y pueblos de Palestina. Lo que da el tono de sus misiones será el anuncio del Reino […]
Desde el comienzo de su vida pública, Jesús se rodeó de discípulos, que vivieron con Él y a los cuales formó de modo particular. Entre ellos escogió a doce y los formó, para enviarlos de misioneros a caminos y pueblos de Palestina. Lo que da el tono de sus misiones será el anuncio del Reino de Dios. Ante todo, excluyendo una lectura política de su mensaje, como si viniera a expulsar a los romanos, en favor del reino davídico.
Jesús aparecía ante las muchedumbres como un profeta singular, que se distancia con claridad de las esperanzas mesiánicas de su tiempo. Como profeta del Reino de Dios, tomó una posición decidida y una distancia de las esperanzas mesiánicas de su tiempo. Así mismo tomará una distancia decidida de las autoridades judías que hacían depender la salvación, del templo y de la Ley. Por un lado se muestra prácticamente respetuoso; y por otra muestra una libertad soberana. Al echar a los vendedores del templo, pone en tela de juicio, la organización cultual tradicional, de modo que no se le perdonará el anuncio de la destrucción del templo.
En el proceso contra Jesús, ante el Consejo de Ancianos, el sumo sacerdote, pregunto a Jesús: ¿“eres Tú el Mesías, el Hijo del Bendito?” Jesús contestó: “Yo soy, y verán al Hijo del hombre, sentado a la derecha del Todopoderoso, viniendo entre las nubes del cielo”. El Sumo Sacerdote rasgándose las vestiduras dijo: ¿qué necesidad tenemos ya de testigos. Han oído la blasfemia. ¿Qué les parece? Todos juzgaron que merecía la muerte ” (Mc 14, 61- 64). Desde el punto de vista histórico, Jesús percibió la amenaza que se cernía sobre Él de una muerte violenta. Hay quienes piensan que Jesús comprendió este riesgo, a la luz de los cantos del Siervo doliente, sobre todo en Is 53. Pero, mirando de frente las palabras de Jesús en su conjunto, su vida aparece como una existencia para los demás cuya fuente sitúa Él mismo en el amor incondicional de Dios hacia los hombres.
Después de la Resurrección de Jesús, los discípulos se dieron cuenta mejor de que la realidad misma de Dios, estaba comprometida en la condición humana de Jesús, salvador de los hombres. De ahí nació la certidumbre de que, en la unidad de su vida terrena y de su nueva vida postpascual, Jesús es la Palabra, la presencia real, la encarnación de Dios entre los hombres. Semejante confesión de fe renovaba en quiénes la hacían su fe en Dios. Para ellos, en adelante, Dios se hacía, inseparable de Jesús, lo cual conducía al menos, a una revaluación de la imagen que se tenía de Dios.
Con Jesús se pasa de un Dios que interviene “con mano fuerte y brazo extendido” a un Dios “presente, al lado de”, (solidario) el Emmanuel (Mt 1,23). La salvación de Dios se revela en Jesús, en el acto de cargar consigo con los aspectos negativos de la existencia humana hasta la muerte en cruz y en el acto de superarlos mediante la resurrección. La categoría dominante de la salvación es la infinitud del amor, como ha puesto de relieve en evangelista S. Juan.
La salvación de Dios ya no se puede pensar con la categoría de un poder infinito como lo sueñan los hombres. En cambio, el amor de Dios, tal como se revela en Jesús, es salvador y tiene poder para liberar a los hombres de lo que les encadena. Los primeros cristianos, al tiempo que percibían en Jesús la presencia de Dios entre los hombres, no lo identificaron de manera absoluta con Dios, lo concibieron como Dios en situación de referencia a Dios, como lo expresan las fórmulas: “Hijo de Dios o Palabra de Dios”.
Tras concebir el misterio de Jesús, como Hijo de Dios, el paso siguiente será decir que no lo es por la Resurrección o por el Bautismo en el Jordán; sino que lo era ya desde la eternidad en el seno del Padre; y en el tiempo, desde el seno de su Madre. Además, si Él es el fin de la existencia, es también su comienzo: “Yo soy el Alfa y la Omega, el primero y el último, el principio y el fin” (Ap. 22,13). El Jesús de S. Mateo, es el nuevo Moisés que inaugura la Nueva Alianza y promulga una Ley Nueva. S. Marcos nos presenta una revelación claroscura del secreto mesiánico. S. Lucas ve en Jesús un nuevo Moisés que inaugura la Nueva Alianza y promulga una Ley Nueva. S. Juan se esfuerza en mostrar las raíces profundas de la obra de Jesús, desde el seno del Padre antes de todas las cosas.
Héctor González Martínez; Obispo Emérito